Llegué a Santiago por primera vez en 1992 o 1993 por invitación de Pilar Cagiao, para participar de un workshop con el grupo de investigación sobre migraciones que ella coordinaba. A Pilar la conocí en Argentina, en Luján, en el año de 1988, tiempos en que investigaba sobre los gallegos en Montevideo, y junto con nuestro inolvidable Alejandro Vázquez González y su esposa Blanca Martínez Domínguez, con quienes nos encontramos por primera vez en la última fila de un autobús, en una de esas curiosas excursiones que se organizaban en el Congreso Internacional de Historia Económica de Lovaina en 1990, eran, por entonces, mis principales referencias académicas en Galicia. Xosé Manoel Nuñez Seixas, por su parte, me recuerda que nuestra correspondencia epistolar inicia también en 1990.
En cualquier caso, eran los puntos iniciales de una trama que con los años incluiría a muchas otras y otros amigos, colegas y alumnos, varios presentes aquí, y a quienes agradezco, a la vez que les pido excusas por no mencionarlos en una lista que sería demasiado larga y nunca llegaría a ser completa, así como a otras instituciones, además de las Facultades de Humanidades y Ciencias Económicas. De entre esas omisiones, que no son olvidos, haré, sin embargo, dos excepciones, una persona, Ramón Villares, y una institución : el Consello da Cultura Galega.
Aunque no recuerde bien la fecha recuerdo bien la situación: un autobús que me dejó en una oscura noche en Plaza de Galicia para hacer desde ahí dos pasos y dirigirme hasta el Hotel Compostela. Por entonces estaba enfrente el Derby y en las cercanías no estaba todavía O Dezaseis. Y digo esto no solo para mencionar a dos lugares entrañables, que ritmaron mis viajes a esta ciudad, sino para indicar, en esos dos ejemplos, los cambios en el paisaje urbano, que a su vez aluden a otros tantos cambios en el plano personal, en la historiografía, o en el mundo atlántico todo, y salir así de la fugacidad del instante o, en otros términos de la enfermedad del tiempo corto, en la que los historiadores suelen estar inmersos, no en tanto la temporalidad de sus investigaciones, sino en la de sus percepciones.
Por ello, y recordando la expresión de Wilhem Dilthey, de que la experiencia del mundo es el primer criterio para la comprensión del mundo, querría invitarlos también a un ejercicio retrospectivo acerca de sus últimos treinta años, es decir, por usar la feliz imagen de Gustav Droysen, a rellenar el vacío del pasado con nuestros recuerdos y representaciones, para intentar construir la continuidad en el devenir. En palabras más sencillas, los vínculos entre el presente y el pasado, aunque fuese para mantener la tensión en torno a la pregunta planteada por el gran Marc Bloch, acerca de si nos parecemos más a nuestro tiempo o a nuestros padres.
A su modo una invitación a todos a hacer un pequeño viaje personal, como si nosotros hubiéramos dormido en los últimos treinta años, y al despertar encontrásemos un paisaje completamente nuevo, porque de eso se trata, de una acumulación de pequeños cambios que han transformado desde las costumbres al clima de ideas hasta la historiografía occidental. Imagen imperfecta, claro está, porque los pasajeros, nosotros, al igual que el paisaje, también hemos cambiado, a mayor o menor velocidad y cualquiera haya sido nuestra interacción con él.
Una invitación a recordar el viaje, más necesaria, se dirá, en tanto hemos escuchado en muchos lugares, y en especial en Francia por boca de Francois Hartog, que estaríamos insertos en un nuevo régimen de historicidad “presentista”, que habría sustituído al moderno, que había abierto a la vez el futuro y el pasado, según la reconocida e influyente reflexión de Reinhardt Koselleck.
Sin embargo, prefiero recorrer aquí otra vía. Abramos un libro publicado en el 2021 por Adriano Prosperi con un título emblemático: Un tempo senza storia, que lleva como subtítulo “la distruzione del passato” y retrocedamos más de 25 años hasta 1994. En ese año Eric Hobsbawm publica su exitoso “El siglo breve”. Casi al comenzar nos dice: “la destrucción del pasado [el subtítulo utilizado por Prosperi] o mejor la destrucción de los mecanismos sociales que conectan la experiencia de los contemporáneos a las de las generaciones precedentes es uno de los fenómenos más típicos y a la vez más extraños de los últimos años del novecientos”.
Y sin embargo estas reflexiones acerca de un tiempo sin historia no se corresponden con mis recuerdos de los últimos treinta años. Desde luego, se dirá, un tiempo sin horizontes de expectativas, pero la crisis de la idea de futuro, no de la de porvenir, no significa que entre aquel momento inicial y el actual no hayan pasado muchas cosas, aunque desde luego sean bien comprensibles aquellas reflexiones de Hobsbawm, ellas venían a dar cuenta de lo que se llamó la “crisis de los grandes relatos”, primero, y lo que no se llamó, sino fue, el colapso del socialismo real, después.
e dirá también que nosotros allá en el Sur, y ustedes acá en Finisterre, no hemos navegado en estos años tiempos de tempestades, de epopeyas, o tragedias, y que nuestras experiencias han sido así tanto más diferentes, tanto más banales que las de un Alfonso Castelao, cuyas oscilaciones en la tormenta ha tan bien restituido Xosé Manoel Nuñez Seixas, o un Francisco Fernández del Riego, figuras eminentes de la constelación galleguista que transitaron por esta Universidad, pero incluso menos agitadas que las ya bastantes menos terribles en aquella Argentina de los cincuenta-sesenta de José Luís Romero o Tulio Halperin Donghi.
¿Pero cómo estaban las cosas en la historiografía a principios de los años noventa, cuando caminos plenos de azares y encrucijadas me trajeron hasta Santiago? Y creo que todos me permitirán que proponga un retrato que, en su grado de generalidad, no aspira a ninguna representatividad y que es, aun admitiendo un recorte hacia un mundo euroatlántico que incluya a Galicia y a la Argentina, y hacia ciertos grupos de referencia y prestigio en la profesión, siempre una sinécdoque.
Desde luego se podría admitir que los años noventa eran tiempos en que mucho se hablaba de la “crisis de la historia” y en que soplaban los nuevos vientos, tanto de la historia cultural como de las historias identitarias; en que el giro lingüistico, en pleno ascenso, encontraba ya sin embargo serios obstáculos en encuentros como el organizado por Saul Friedlander en 1990: Probing the limits of representation: Nazism and the "final solution".
En otro territorio todavía batallaban E.P. Thompson y la historia social británica, junto a sus aliados continentales, que suelen agruparse bajo la denominación de microanálisis o microhistoria, bajo la enseña no solo de social contra cultural, sino también de “experiencia” contra “representación”.
Estela en la que podíamos colocarnos los amigos compostelanos y yo, en esos años, con los trabajos sobre cadenas migratorias, asociaciones étnicas y liderazgos. Personas concretas en situaciones concretas. Una historia social federada además con la historia económica, en la que por su parte pervivían los ecos de la gran estación de los estudios sobre el desarrollo y el atraso, o la historia agraria, pero contra la cual pugnaban, ya y desde antes, con poca filología y erudición -y muchas matemáticas, los econometristas. Y en este punto no estaría de más recordar la ejemplaridad del trabajo de Alejandro Vázquez.
Y todavía más allá, en otros campos, la multidisciplinaria historia intelectual se abría camino contra la clásica historia de las ideas, desde Bielefeld o Cambridge, y crecía lo que iba a empezar a llamarse “nueva historia política”, ahora emancipada de las constricciones estructurales, en lo que no todo era ganancia, y que reunía tantas cosas distintas.
Más allá aún emergían con fuerza los estudios memoriales, junto o en pugna con los estudios históricos, y que, dejando de lado puntos comunes y los contrastes entre dos formas de aproximarse al pasado, espejaban el peso del pasado por sobre el peso del futuro en las sociedades contemporáneas o, en otros términos, el peso del patrimonio por sobre el de la prognosis, y en este punto podría ser suficiente recordar que, según Salvatore Settis, hacia 1821 había en el mundo poco más de 30 museos, todos en algunos pocos países europeos y que hoy un número mínimo puede ser, 60.000 en todo el mundo.
Desde luego, bien podría recordarse también que el universo memorial incluye ahora muchas nuevas cosas diversas, materiales y conceptuales, más allá de los clásicos lugares de memoria, a comenzar por la reflexión y la operación sobre los olvidos activos y pasivos.
Empero, si se pasaba de los sectores disciplinares a los fundamentos, bien podrían anotarse otros temas fuertes ya en el nuevo milenio, como el estallido de lo social bajo el impulso de las historias identitarias, que expandían el apogeo del multiculturalismo, o la gender history, o la discusión sobre escalas temporales y espaciales, que llevaba hacia la world history o la global history contra las historias nacionales, y con o contra la microhistoria, a las historias cruzadas o conectadas contra la historia comparada, y para todo lo cual algunos mojones pueden indicarse, como el número especial de la revista “Annales” de enero-febrero del 2001, o el Congreso Internacional de Historiadores de Oslo de 2002.
De todos esos y otros problemas, de los que no se da cuenta aquí, quisiera concentrarme en uno y en dos codas, entrelazadas, que creo permiten englobar a buena parte de aquellas contraposiciones, esperando que se me permita hacer una evocación en el largo plazo a partir de un eje. La cuestión del lugar o de la situación de enunciación del historiador, el hic et nunc, que exploraremos sumariamente desde una dicotomía que llamaremos local/nacional-cosmopolita.
En su lección inaugural en el 2013 en el College de France, titulada “Aux origines de la Histoire Global”, Sanjay Subrahmanyan señalaba: “como cualquier historiador yo sigo apegado a un lugar y a espacios particulares”, los de su formación, aunque al enumerar esas deudas señalaba apenas textos, archivos e imágenes. En forma a la vez más económica y más perpleja, lo había dicho Jorge Luis Borges en algún lugar: que no podía ser otra cosa sino argentino. Pertenencia como inevitabilidad. Aunque desde luego bien podría responderse que había tanto muchos modos de serlo, como muchos usos de una identidad, ya que, a diferencia de la rigidez de la temporalidad, del nunc, siempre es problemático delimitar el aquí (hic), ya que lugar de pertenencia y lugar de referencia no son lo mismo, así que creo legítimo discutir acerca de las relaciones entre Historia local/nacional, y cosmopolita (y permítaseme usar esta vieja palabra y no aquellas de transnacionales o globales).
La dicotomía, que como toda dicotomía es esquemática y estilizada, trata de aludir a varias cuestiones diferentes, desde el problema del punto de vista del investigador al problema de las implicancias de la escala en la que se estudia un tema. Permítaseme un recorrido conjetural.
En el tratado más antiguo sobre cómo había de escribirse la historia, Luciano de Samosata argumentó que el historiador ideal, además de ser un juez imparcial, independiente y sobrio estilísticamente, era preferible que no tuviese ni rey, ni ley, ni patria. Apólida, diríamos. Y como fuera observado, muchos de los mayores historiadores griegos lo eran, a comenzar por Heródoto, primero exiliado luego emigrado, al igual que Tucídides, desterrado. Ambos además se proclamaban imparciales y por encima de las pasiones de sus contemporáneos y Heródoto escribió incluso que, dado que los hombres siempre preferirían sus propios usos y costumbres a los de otros, sería absurdo no tomar con respeto a las creencias extranjeras. Sin embargo, hay un matiz entre ambos, ya que todos reconocían en Tucidides a un historiador imparcial, pero también a un ateniense, así como lo hay con una tercera figura, Polibio, defensor además de la historia universal, a la manera en que eso entonces podía entenderse, pero que sutilmente no dejaba de narrar una historia inclinada a las perspectivas romanas.
Desde luego, también en el mundo antiguo estaban los historiadores deliberadamente “patrióticos”, diriamos , desde Éforo a Tito Livio, y a estos podía agregársele el auxilio de eruditos que llamamos anticuarios, preocupados en recoger los restos de la propia ciudad.
Sin embargo, tal vez y quizás, los expertos podrán decirlo mejor que yo, el legado de la historiografía antigua fue mucho más el cosmopolitismo que otra cosa. Y, sobre todo cuando fue cosmopolita, fue una historiografía en lengua griega escrita por griegos.
Permítaseme un salto desde la historiografía antigua a los orígenes de la historiografía moderna, que, desde Arnaldo Momigliano, solemos filiar en la convergencia en el siglo XVIII entre anticuaria y filosofía de la ilustración, qué con sus ideas de perfeccionamiento primero, de progreso, después, ordenaban y otorgaban un “sentido” a una narración que de ese modo podía elevarse, por decirlo al modo de Benedetto Croce, de la crónica a la historia.
Como se recuerda, Momigliano, devenido cosmopolita con los años, había indicado en Edward Gibbon y su “Declination and Fall” la primera obra histórica moderna resultado de esa convergencia. Gibbon, ciertamente otro historiador de vocación cosmopolita, que narraba una historia también ella en amplios espacios, y que, a su modo, coronaba un siglo y un movimiento de ideas, la ilustración, que - no sin ambigüedades - también había querido serlo. ¿Y debemos recordar que Immanuel Kant escribió una “Idea para una historia universal con un propósito cosmopolita”?
Sin embargo, quisiera sugerir que en ese siglo XVIII había en la historiografía, además de en la filosofía de la línea maestra Hamman-Herder, otra vía para ir de la erudición anticuaria a la historia, para encontrar un sentido al trabajo sobre el pasado que se elevase de la mera acumulación compiladora de datos. Esa vía pasaba por otras ideas alternativas que estaban en el siglo, nación, individualidad.
Ello podía aplicarse a un objeto él mismo cosmopolita, si se quiere, y aun ejemplar, pero leído a partir de la categoría de la singularidad, o aún de excepcionalidad, como en el caso de Winckelmann y el arte griego, que por otra parte en el prólogo de su historia del arte en la antigüedad se explaya contra los eruditos en defensa de una obra razonada con “sentido histórico; o en otra historia que era, a la vez, la historia patria de un pequeño lugar y una meditación sobre la nación alemana, como ocurría en la Historia de Osnabrück de Justus Möser.
Al margen del esquema teleológico y progresivo de la tarda ilustración y en pugna con ella se construía otra noción la nación entendida como una unidad de sentido y de destino, cultural y lingüística, como un cuerpo, a menudo, no siempre, pensado también en términos de organismo.
Romanticismo y nacionalismo: dos nociones inseparables, como diría Huizinga. Un romanticismo por lo demás destinado a una larga vida posterior y uno lo encuentra con sus especificidades en obras como el Ensayo histórico sobre la cultura gallega de Ramón Otero Pedrayo de 1933. Libro destinado a una larga fortuna posterior, a ambos lados del Atlántico de un intelectual sobre cuyos meandros, idas y retornos, tanto ha reflexionado con agudeza Ramón Villares, o todavía y más acá, por poner otro ejemplo, una música familiar aparece en la póstuma Historia Argentina de José Luís Busaniche (1965); y, además, se podría recordar que Federico Chabod hacia 1959, poco antes de morir, envuelto en una exasperada polémica, escribió que no renegaba ni una onza de la idea romántica de nación.
Nada hay sorprendente aquí, la expansión de las ideas nacionales acompañó con fuerza la paralela expansión de la historiografía occidental. Lo que no dice que la historiografía con vocación cosmopolita, o que reposaba en una concepción del mundo universalista, cientista o internacionalista, no dejase de desarrollarse en paralelo, desde Burckhardt a Hobsbawm, pasando por Pirenne (no sin ambivalencias) y Bloch, por poner algunos pocos nombres ilustres. Y, aunque Meinecke, en 1938, podía citar con complacencia a Lord Acton, cuando afirmaba que el pensamiento histórico de Gibbon -y el agregaba de la ilustración toda- pese a su aporte original estaba ya tan lejos del pensamiento histórico moderno como Copérnico de la astronomía moderna, las cosas anduvieron diversamente.
Empero, más allá de las vocaciones, de los modelos de ciencia o de las ideologías justificadoras de opciones existían también ambivalencias y entrecruzamientos. Veamos rápidamente las argumentaciones de dos eminentes historiadores que circulaban por andariveles diferentes, pero no exentos de aperturas entre los dos polos: Friedrich Meinecke y Johann Huizinga.
En 1907 Meinecke publica “Cosmopolitismo y estado nacional” que, contra lo que su título podría sugerir, es un admirable ejemplo de historia nacional. La génesis del estado nación alemán es indagada en el plano de las ideas, en especial las de la tradición romántico-conservadora, y en el plano de la política. El autor descarta tanto la pertinencia de pensar procesos sometidos a leyes universales, válidas para diferentes naciones y estados, como también la utilización de conceptos autosuficientes, en tanto cada caso es irreductible en su individualidad, y cada concepto está inevitablemente contaminado por su opuesto. Con todo, el proceso narrado está organizado en torno a distintas polaridades, en una suerte de concordia discors: cosmopolitismo-nacionalismo, naciones territoriales-naciones culturales, individualidad singular-personalidad colectiva, pero también ella singular (o de Humboldt a Ranke), Francia-Alemania, Alemania-Prusia, sufragio universal-sistema electoral de las tres clases, etc.
De ese libro tan rico quisiéramos retener tres problemas que plantea Meinecke en torno a la relación entre estado nacional y lo que hoy llamaríamos historia global. El primero es que las conexiones entre diferentes estados nacionales pueden ser tanto fecundas como infecundas, pueden signar encuentros como rechazarlos (un modo menos optimista de mirar las cosas que en los tiempos actuales). El segundo es que aun si la historia universal no es más que un entrelazarse de procesos nacionales y universales, como señalaba Otto Hintze, la tarea del historiador es desenredar esos múltiples hilos, porque la divisa del historicismo es la indagación de lo particular, no de lo general. El tercer punto es que, admitiendo la necesidad de un diálogo y aun una armonía entre la idea cosmopolita y la idea nacional, ello tiene algo de ilusorio, y es más fácil de postular que de verificar, tanto en el plano del pensamiento como en el de la política concreta.
Johann Huizinga, en cambio, fue, además de un padre noble de la historia cultural, un modelo de historiador cosmopolita, y aun su voluntad también de unir lo particular y lo general, era desde una perspectiva inversa, en la que el polo dinámico conceptual es lo general, ya que el objetivo del historiador debe ser describir los grandes fenómenos civilizatorios (las formas que los identifican) antes que otra cosa.
Y en este clave, no en la del estado, deben pensarse sus reflexiones, que ya desde el célebre “Otoño” hasta numerosos ensayos desplegados desde aquel sobre los ideales de vida inspirados en la historia de 1915, hasta la conocida conferencia en Santander en 1934. Aunque no elude consideraciones sobre caracteres, tradiciones, idiosincrasias nacionales y no dejó de hacer una apología de la propia nación aunque viéndola como parte también de algo más grande Europa a cuya armonía entre los distintos tipos culturales apuesta, deliberadamente toma distancia de una consideración de la nación que la viese como un complejo orgánico y evolutivo y más aún signados por una unidad pasado-porvenir. Por el contrario, y lo mostraba para él el caso holandés, podía haber una diferencia importante en herencia étnica y lingüística y la construcción por la acción humana de otras afinidades. Por otra parte, las grandes épocas civilizatorias tienden hacia algo, hacia un fin, dice Huizinga, pero que no es circunscribible en estrechos límites, y no lo es porque, como escribió, los ideales históricos universales son distintos de aquellos histórico-nacionales, más angostos, promovidos por el historicismo.
El nacionalismo para Huizinga promovía no ideales de vida a imitar, sino símbolos nacionales y, claro está, su objeto polémico era la tendencia alemana de “convertir todo el pasado nacional en símbolos vivientes de la potencia del pueblo”, como escribió. Y, sin embargo, más allá de la polémica inherente al momento 1915, la contraposición entre símbolos nacionales, cuya fuerza deriva de la exclusividad de la apropiación por un grupo mientras es indiferente para otros, e ideales universales me parece particularmente fecunda para pensar la construcción de narraciones históricas.
Y si se me he detenido en Meinecke y en Huizinga es también porque en ellos la tarea del historiador no era ociosa sino ética, comprometida con sus tiempos y engarzada en sus opciones intelectuales y vitales como muchas referencias en sus textos lo atestiguan, por no decir los argumentos mismos de sus libros.
Acerca de la estación de la primera mitad del siglo XX quisiera aludir a que todas las incitaciones que surgieron luego de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial contra la historia nacional y sus responsabilidades, ahí donde las había, y por una historia cosmopolita, no fructificaron y he ahí que luego de la Segunda guerra volverían a reproponerse, con las mismas ambiciones.
Un ejemplo emblemático es Fernand Braudel, con sus tránsitos de la historia del mundo mediterráneo a la de la una historia economía mundo en la cual embarcó a muchas de las energías de la entonces llamada École Pratique des Hautes Études VI Sección. 1979 veía la aparición de “Civilización material, economía y capitalismo”, que tuvo una larga recepción más allá de los cultores de la profesión, y variadas reticencias críticas y que también podía ser vista como un nuevo punto de partida de otra secuencia de miradas sobre grandes espacios en la longue durée como el Carrefour Javanais, en las intersecciones entre los polos hindú y chino, de Denys Lombard (1990), o a diez años más tarde The Great divergencie de Pommeranz.
Y sin embargo podía colocarse en paralelo otra secuencia: la de las grandes historias nacionales en colaboración. En 1979 también aparecía el primer volumen de la extensísima Historia de Italia dirigida por Giuseppe Galasso bajo el postulado del historicismo, y que agregaba un eslabón más a un género muy cultivado en Italia de Croce a Volpe, o a la de un decenio precedente einaudiana Storia d´Italia dirigida por Romano y Vivanti. Pero el género seguiría cultivándose aquí y allá, en Argentina, por ejemplo, con dos iniciativas colectivas paralelas y poco logradas, entre fines de los 90 y los 2000, y en España con la reciente y más feliz Historia de España que coordinaron Josep Fontana y Ramón Villares. Historia de imperios, historia de naciones. ¿Debemos recordar que el continente condiciona no poco el contenido?
Por lo demás, el mismo Braudel, luego de tantas navegaciones iba a dejar, sin embargo, como obra póstuma, su identidad de la Francia, un retorno de la historia global a la historia nacional.
Asimismo, incluso, en esa segunda posguerra en la que finalmente un marxismo académico se hacía sentir con fuerza en torno a perspectivas de ambiciones globales, o al menos euroatlánticas, pronto se iba a ver que ellas se declinarían a menudo en términos estrictamente nacionales, como en el caso italiano, pronto organizado en torno a la tradición historicista que fuera llamada también nacional-popular y no es necesario recordar aquí en España el caso de la historiografía catalana.
Empero, regresemos a ese momento también ambiguo de principios de los noventa que evocamos al comienzo.
Dos palabras podían sintetizar nuevas tendencias a las que aludimos en el comienzo: la historia global y la historia (o la palabra) transnacional. Por esos años noventa los historiadores de las migraciones que nos reuníamos aquí en Galicia en los años noventa éramos como Monsieur Jourdain ya que hablábamos en prosa sin saberlo: hacíamos sin definirla una historia transnacional porque lo era nuestro objeto-sujeto. Con todo, no siempre éramos consecuentes como no lo son los historiadores transnacionales actuales. Finalmente, ¿que debíamos buscar?: la persistencia de las identidades en la “diaspora” o los cambios que en las mismas introducían los diferentes contextos. He ahí un problema que podría evitar la mera descripción: herencia cultural vs. Medio/contexto.
Desde luego, si se nos podía considerar cosmopolitas no estábamos solos:
en paralelo, en ese mismo momento como no recordar el notable congreso que aquí en Santiago en 1993 se organizó en torno a “Os nacionalismos en Europa pasado e presente”, una propuesta de colocar al ascendente nacionalismo gallego en un horizonte historiográfico renovado y en el marco de perspectivas comparadas.
Pero volvamos a la historia global:¿ tendrá éxito este nuevo intento de desplazar a la historia nacional?
Subsisten problemas, la nueva historia global más allá de las definiciones recientes a celebrar que buscan un diálogo a la par (y eso no refiere solo al tratamiento de los datos históricos, lo que implica un dominio de las fuentes en lenguas muy diferentes, sino al diálogo igualitario entre puntos de vista diferentemente situados) siguen siendo en las revistas europeas de prestigio estudios hechos o por europeos o por investigadores de lejanos rincones del globo que han estudiado en universidades del norte. Por lo demás, en varias en varias cuestiones, en términos historiográficos, no es claro que la nueva historia global haya sustituido con ventaja aquellas reflexiones, en términos de centro-periferia, intercambios desiguales y críticas a las hegemonías culturales. Y si no fuera otra cosa la terrible pandemia deberían recordarnos su utilidad hermenéutica de aquellas viejas ideas. En ese marco ¿son verdaderamente un contrapeso los anglosajones estudios culturales decoloniales o poscoloniales?
Por otra parte, miradas desde el hoy, las aproximaciones supranacionales aunque relucen, no son, hegemómicas, en los ámbitos que conozco, sino que coexisten con las clásicas historias nacionales, que pueden declinarse también en conjuntos subnacionales y/o locales, en tanto lo local sea una ilustración a pequeña escala de lo nacional.
Desde luego es sencillo indicar algunos factores que favorecen en tiempos recientes a la historiografía cosmopolita, como el proceso de globalización, económico, institucional y comunicacional y la percepción que nos invade de estar sumergidos en ellos. Empero, no se trata solo de eso y no sería inútil recordar los inusitados avances del proceso llamado de profesionalización con la masiva conversión, si se me permite, de los intelectuales en scholars.
Así, a la hora de pensar la relación historia nacional-historia cosmopolita, no se puede ignorar el papel de los recursos materiales que posibilitan la circulación de investigadores y las publicaciones combinados con los requisitos que imponen los sistemas de evaluación, tanto de trayectorias como de proyectos, alentando y premiando la internacionalización de las trayectorias de los investigadores, la elección de ciertos temas, “transnacionales” y el idioma inglés.
Como se nota, hay acá procesos vinculados al necesario diálogo del historiador con su tiempo, pero no sería innecesario no dar por muerto a estados nacionales y nacionalismos y otros absolutamente arbitrarios y vinculados a modas pasajeras, o aún en modo más problemático, a la subalternidad en relación con instituciones sea privadas que públicas que poseen los recursos suficientes para incentivar un tipo de investigación por sobre otra.
Todo paisaje uniforme, se sabe, es empobrecedor y en los hechos existe una pluralidad de circuitos de legitimación y financiación con una doble lógica nacional-internacional, que tiende a matizar y un ejemplo son los sistemas de evaluación que han terminado superponiendo evaluaciones globales y nacionales.
Por lo demás, las lógicas profesionales y la construcción de cursus honorum estandarizados, que limitan la iniciativa de los investigadores, en especial jóvenes, al colocarlos en la tensión entre las propias inquietudes intelectuales y la jaula de hierro del de pane lucrando, o peor aún ante la tentación de la búsqueda del puro suceso personal académico o mediático, pueden ir en un sentido o en otro.
Asimismo, del lado nacional es necesario recordar que el involucramiento de los historiadores en los procesos memoriales y patrimoniales, ellos también en expansión como señalamos, está muy sesgado hacia ámbitos nacionales o locales, aunque en algunos casos abiertos a comparaciones y a colaboraciones internacionales.
Un balance más ambiguo de lo que parece mirando simplemente algunos lugares internacionales de prestigio y no habría que olvidar las zonas grises y las hibridaciones. Piénsese, por ejemplo, en lo que ahora se llama “microhistoria global” y cuya potencialidad interpretativa es todavía un enigma o en las encrucijadas propuestas por las nuevas historias mundiales de naciones, que buscan abrir la narrrativas nacionales fuera del estrecho marco del estado nación, qué en algunos casos, como Francia, no dejó de desatar vivaces polémicas, mientras que acerca del caso español podría contestar mejor Xosé Manoel Nuñez Seixas.
Asimismo, aún subsisten, afortunadamente, otras vocaciones. Si se atiende a ellas, y se postula una continuidad con las inquietudes intelectuales precedentes, se debería señalar la elección de la escala como una opción vinculada tanto al problema elegido como a las preguntas formuladas por el investigador, de donde el juego de escalas aparece como una afortunada expresión para definir desde una perspectiva objetivante los problemas del investigador, orientando así a la opción alternativa nacional-global según sus preguntas. Sin embargo, es claro que aquí estamos en una concepción metodológicamente uniformizadora o cosmopolita.
En la vereda contraria, aquellos que creen en la centralidad del problema del punto de vista, de las perspectivas del sujeto, sea entendidas a la Max Weber en tanto las referencias a los valores en el origen de toda investigación, sea, más radicalmente, como la imbricación inevitable del sujeto con el objeto de la investigación, y que fuera la divisa más aún del historismus que del storicismo, y que definía así la prioridad del presente en la reflexión sobre el pasado. Pero esto es equivalente a postular el compromiso del investigador con su situación en tanto punto de partida de toda reflexión. Bien podría sacarse de acá un argumento contra Luciano de Samosata (y contra Ranke).
Codas: dejemos de costado el problema no menor de la vía anticuaria y la vía histórica de aproximación al pasado, admitamos que los anticuarios interesados en el pasado sin estar interesados en la historia (es decir en el sentido), y que en los nuevos tiempos son tan dominantes aún entre los académicos, desempeñan también un papel positivo, como insisten Grafton o Ginzburg. El amor erudito por las verdades singulares, por la exactitud de los hechos, contribuye a defender a la historia de los ataques de pirronistas y relativistas, ayer y hoy. En este sentido, la historia profesional peer review, cosmopolita o local, a menudo ambas nuevas anticuarias, sin preguntas ni problemas, también cumplen un papel positivo al proveer conocimientos ciertos y validados.
Abordemos, en cambio, la cuestión del público, que bien podría resumirse en el título de un libro de Francisco Ayala de 1949: “Para quien escribimos nosotros”.
No se dice nada nuevo si se alude a la superproducción de papers académicos actualmente existente alimentada por el crecimiento de adeptos a estudiar el pasado, amateurs o profesionales, por las incitaciones del publish or perish, o por la inflación artificial de ediciones que promueven los fondos de investigación que emancipan la lógica de la edición de la lógica del mercado y también del interés del público. Conocidos también los artículos que advierten desde hace más de una década y desde revistas prestigiosas como Science (Evans, Hamilton) acerca de la alarmante caída del número de lectores por publicación.
En cambio, quisiéramos postular qué, si las historias nacionales en el idioma respectivo pueden tener un público amplio, que excede el ámbito de los profesores de historia, las investigaciones cosmopolitas en revistas académicas de prestigio, en idioma inglés o no, difícilmente accedan más allá del universo de los mismos practicantes del oficio en el mismo subsector disciplinar. Y escribir para un público de esas características claramente no obliga a aguzar las destrezas escriturarias. Suele escribirse mal y en forma a menudo tan simplificada como paradojalmente legible solo para los miembros de la tribu. El inglés y los editores colaboran asimismo para crear un lenguaje estandarizado e impersonal, sin paleta de colores. Lo que es importante, si creemos que el lenguaje es un vehículo de transmisión de una cultura específica, de una cierta mirada sobre el mundo, que es energeia antes que ergon y supongo que mis amigos y colegas compostelanos que hablan y escriben en gallego así lo creen. Más allá, escribir porque tenemos algo para decirnos a nosotros y a los otros en el rincón del mundo que nos haya tocado.
Llegados hasta aquí solo me queda recordar que la historia se ejerce y argumenta de muchos modos y que estamos aquí no para prescribir sino para participar de un diálogo interminable. Dicho esto, cada uno tiene su perspectiva y en la mía la historia debe atender primero a la crítica de la información que recibe, a la producción de aquellos conocimientos plausibles, verificados, validados en un océano de conocimientos inciertos, y a la promoción de una reflexión sobre el devenir, ya no entre pasados verdaderos y futuros necesarios, sino entre path dependence y prognosis. Y más allá aún preservar, como decía un viejo profesor, “encore des illusions”.
Agradezco al Señor Rector y demás autoridades, a mi Padrino, a las señoras y señores profesores, a los miembros de la comunidad Compostelana, por este inmerecido honor que me confieren. Y tengan la seguridad que lo interpreto como lo que es: un reconocimiento a una vieja amistad entre Galicia y Argentina.
Moitas grazas