Deseo, antes de comenzar mi lección, evocar la figura de mi maestro, el Profesor Manuel Alonso Olea, doctor honoris causa de esta Universidad, a quien tuve el privilegio de acompañar en su investidura, el 14 de junio de 1996, junto con la del profesor García de Enterría. Versó su lección sobre Trabajo y Seguridad Social: España año 2000, y en ella se refirió a los factores de cambio económico-social, de los mercados de trabajo y de los ordenamientos laborales, al factor demográfico para marcar el acusado y acelerado envejecimiento de la población y su incidencia en el sistema de pensiones, a la transformación tecnológica y su impacto sobre el empleo, y a la incorporación masiva de las mujeres al trabajo remunerado desde el de cuidado no remunerado. En aquel discurso modélico, como todos los suyos, puso de manifiesto, una vez más, la modernidad de su pensamiento: “las pensiones tienen que ser mantenidas, porque si no se mantienen quiebra la solidaridad intergeneracional […]; y ésta quebrada y rota, la sociedad no merece la pena de existir o ser vivida, añadiendo: “el respeto y el cuidado de sus ancianos es la mejor manera de medir la calidad y de asegurar la sobrevivencia de una sociedad”. ¿Acaso no son éstas reflexiones de plena actualidad tras la terrible pandemia de la Covid-19 y sus efectos de morbilidad y letalidad en las personas mayores ? “¿Qué sentido tiene”, se preguntaba la profesora Vacarie en plena pandemia, “pretender asegurar, a las próximas generaciones, la sostenibilidad financiera del sistema de pensiones de jubilación si las dejamos un medio que las expone a la multiplicación de pandemias mortales? La pregunta ayuda a comprender lo que separa la simple gestión financiera de un enfoque preventivo, que implica tener en cuenta lo que la simple gestión financiera elimina de la discusión, a saber, los problemas sociales y los riesgos ambientales”.
Permítanme recordar a los más de 100.000 fallecidos durante la pandemia de la Covid-19 y condolerme con sus familias.
Certero Alonso Olea prosiguió: “Recordemos siempre, pues, que el problema de la Seguridad Social es el integrante básico del problema social, de la cuestión social de que venimos hablando en Europa va ya para doscientos años”. Así se ha desvelado en la pandemia, en que la seguridad social ha sido un amortiguador económico y social de primer orden para mantener la salud y las rentas de los hogares y contener la exclusión y la pobreza.
La transformación tecnológica imparable llevó a Alonso Olea a ocuparse del paro estructural y a confiar su remedio, una solución muy compartida en los horizontes intelectuales de fin de siglo y resurgidas en la post-pandemia, a la reducción y al reparto del tiempo de trabajo. Consideró un pleno empleo sostenido sobre cuarenta horas de trabajo semanales, cuarenta y seis semanas anuales y -en aquel momento- cincuenta años de vida activa, un “dislate anacrónico”. La escasez de trabajo productivo fue una preocupación continua en su pensamiento. Preocupación que hoy mantenemos. No llegó al debate sobre la reducción de la jornada laboral para conservar el empleo y prevenir despidos, el factor de éxito del “milagro del empleo alemán” en la gran crisis de 2008, apoyado también en la formación y estabilidad de los trabajadores con trabajo reducido, que renovaría la crisis pandémica de 2020. Apuntó la transformación del empleo por la digitalización, aunque tampoco tuvo tiempo vital para asomarse a los fenómenos de polarización y sustitución del empleo y otros cambios del sistema ecoproductivo empresarial derivados de la sustitución del mundo analógico por el digital. Siendo el trabajo “ingrediente esencial de una vida humana”, no dudaba Alonso Olea en advertir que la “población envejecida y los paros sucesivos y sucesivamente engrosados de la época actual son los problemas más graves de nuestra era, solo inferiores en importancia al mantenimiento de la paz” .
Valoró la presencia masiva de las mujeres en el trabajo remunerado como el hecho social mas importante del siglo XX y entreabrió la puerta de sus consecuencias al “inmenso terreno que abarca el de las relaciones familiares”. Veinticinco años después de pronunciadas esas palabras, su pensamiento finisecular sigue siendo estimulante en el debate de ideas de este siglo, lo que es especialmente llamativo ante la profundidad, irreversibilidad y velocidad de las transformaciones tecnológicas y la fugacidad y complejidad de los marcos normativos reguladores del trabajo y de la protección social.
El profesor Alonso Olea fue un maestro en el pleno sentido del término. Sin el ejemplo de su sabiduría y entrega entusiasta a la enseñanza e investigación del Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social y a sus discípulos yo no estaría aqui. Su obra científica es de notoria relevancia para la ciencia jurídica española. Estaré siempre en deuda con su incomparable magisterio y afecto entrañable. A todos no queda esa obra magnífica.
La política social de la Unión Europea: Legislador y Poder Judicial
No es cometido sencillo decidir el objeto sobre el que ha de versar la lección en los solemnes actos de investidura de doctores honoris causa de esta Universidad. Con concisión es preciso acertar a desplegar la esencia de un tema que merezca ser expuesto en ocasión tan solemne. Espero que el comedimiento, cuidadoso, no reste la importancia que objetivamente merece el elegido, que afecta al trabajo, al mercado y a la democracia; a la sociedad y al Estado.
La política social de la Unión Europea; legislador y poder judicial es objeto de las reflexiones que emprendo a continuación. Como sugiere el título, su tema no es tanto la política social de la Unión Europea propiamente dicha como el impacto que ha provocado en nuestra realidad socio-política y jurídica, en el legislador protagonista, o quizás menos, del cambio normativo y su influencia en el poder de los jueces, que se han convertido en jueces de la aplicación/inaplicación de la ley, conversión estructural que ha pasado a entrelazarse inexcusablemente con la Constitución, haciendo evolucionar lo que P. Cruz ha llamado la “comprensión compartida acerca de nuestra constitucionalidad” .
1. La política social de la Unión Europea y el Tribunal de Justicia
La política social de la Unión Europea analizada a través de las cuestiones prejudiciales planteadas al Tribunal de Justicia por órganos jurisdiccionales españoles ha sido objeto de un reciente libro, que, de acuerdo a las exigentes pautas de rigor académico que caracterizan al profesor Javier Gárate Castro, me ha sido ofrecido como homenaje por este reconocimiento y que estaba destinado a preceder a este acto solemne de investidura con la celebración de un seminario sobre su objeto en el día de la víspera, pero que la pandemia de la Covid-19 ha obligado a separar y a distanciar en el tiempo. El libro, que han dirigido el profesor Gárate y la profesora Yolanda Maneiro, a quienes agradezco la iniciativa y su feliz realización, y cuya primorosa edición por esta Universidad ha estado a cargo de los profesores José María Miranda Boto y Lidia Gil Otero, lleva por título “Las respuestas del Tribunal de Justicia a las cuestiones prejudiciales sobre política social planteadas por órganos jurisdiccionales españoles”. En su realización han participado ochenta y dos profesores de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de treinta y una Universidades españolas, que se han ocupado de comentar las 75 sentencias y 14 autos dictados por el Tribunal de Justicia entre el 1 de enero de 1986, fecha de nuestra incorporación a la entonces Comunidad Económica Europea, y el 30 de noviembre de 2019, en progresión mas que significativa desde 2013, que han respondido, sobre el fondo, a esas cuestiones prejudiciales (de fondo y forma han sido mas de 120 las decisiones dictadas en las fecha mencionadas). Se presentó el libro telemáticamente el 26 de marzo de 2021. Un liber amicorum de altísima calidad, que me congratula infinitamente y me ha colocado “en lugar seguro” -tomando el título de la obra del historiador y escritor Wallace Stegner-, en el lugar seguro de la amistad, a la que Stegner se refiere como “relación que no tiene una forma establecida, no hay reglas ni obligaciones o lazos como en el matrimonio o la familia, y no son la ley, ni la propiedad, ni la sangre quienes sostienen la unión, no hay en ella más adhesivo que el aprecio mutuo”. El libro es “muestra de alta estima y afecto”, como ha dicho el profesor Gárate en su Presentación, que tanto agradezco, sostenida, como la amistad, en la paridad de las costumbres y la semejanza de los corazones, según dice Celestina a Pármeno en el Acto VII de la Tragicomedia de Calixto y Melibea.
Un libro de tan alto valor no podía quedar sin respuesta por mi parte, no para abrir en este momento un debate sobre su contenido, sino para extraer de sus enseñanzas la influencia poderosa de los instrumentos normativos de política social de la Unión en la conformación y reforma de nuestro ordenamiento laboral, en la que esos instrumentos normativos, afianzados por el Tribunal de Justicia en sus respuestas a las cuestiones prejudiciales de órganos judiciales nacionales y extranjeros, han ocupado la condición de pieza central. No sólo. La repercusión del Derecho de la Unión sobre el poder político del legislador democrático y la función institucional de los jueces y tribunales, esto es, sobre nuestro sistema político-constitucional no ha sido banal. La Constitución ha habilitado la incorporación en el nuestro del ordenamiento jurídico de la Unión (art. 93 CE).
El libro demuestra que la política social de la Unión tiene un poderoso sustento en el Tribunal de Justicia. También que la convivencia de ordenamientos sigue teniendo que afrontar problemas para cimentar un sistema jurídico complejo siempre en evolución, poniendo en tensión los instrumentos del Derecho de la Unión, que, sin duda, han dinamizado nuestro ordenamiento, con las resistencias de ese ordenamiento a ser dinamizado por quien debe hacerlo, el legislador, ejerciendo los jueces, hasta que el legislador actúe, un poder de inaplicación de normas democráticas, exigido por el Tribunal de Justicia, al que el Tribunal Constitucional ha puesto coto elaborando cánones de control de esa actuación judicial, que toca al fundamento democrático de la justicia, que emana del pueblo y se administra por jueces y tribunales “sometidos únicamente al imperio de la ley” (art. 117.1 CE).
Recientemente ha dicho la profesora Mangas Martín que el atractivo de la construcción europea “es el enigma de la norma sin la fuerza”, esto es, de “la fuerza de la norma negociada” por muchos, “normas recurribles siempre y normas interpretadas y aplicadas de forma unitaria. De ahí que los valores de la justicia y del respeto a las normas, el Estado de Derecho, sean la columna vertebral de la Unión”. La Unión Europea es, ante todo, Derecho, una potencia reguladora global… exportadora de normatividad” (A. Mangas Martín), .
Ciertamente la Unión está enraizada en la cultura de la norma, en una cultura que alimenta el Tribunal de Justicia, el actor mas poderoso del proceso de integración jurídica sin la menor duda.
Los pronunciamientos del Tribunal de Justicia sobre las normas aprobadas en ejercicio de las competencias de la Unión sobre política social contienen determinaciones de la mayor importancia sobre la naturaleza y eficacia del Derecho de la Unión, sobre el funcionamiento de su ordenamiento, sus modos de obligar a los Estados. Estas decisiones tienen consecuencias, llamémoslas europeas, de la mayor importancia al interpretar y ampliar el sentido de la normatividad de las Directivas, otorgarles eficacia directa y delimitar la inaplicación o aplicación de la Carta a las actuaciones de los Estados.
De la mayor importancia son también sus efectos en los ordenamientos internos, pues el Tribunal de Justicia ha ido definiendo y delimitando determinados conceptos sobre los que descansan las Directivas, a los que ha provisto de una interpretación autónoma y uniforme en el ordenamiento de la Unión, que como tal no admite regulaciones estatales mas favorables. El Tribunal de Justicia, en el ejercicio de su función institucional de uniformar la interpretación del Derecho de la Unión, se ha movido con una vocación expansiva de las Directivas de política social, con el fin de ampliar al máximo sus respectivos campos de aplicación. Al actuar expansivamente ha limitado las decisiones legislativas estatales sobre los “objetivos legítimos de política social”.
Vistas desde el Derecho de la Unión, sus normas de política social constituyen un ordenamiento finisecular, que arranca en la década de los 70 del pasado siglo -de 1975 en concreto, en que se aprobaron las directivas sobre igualdad retributiva entre trabajadores masculinos y femeninos y sobre despidos colectivos-, continúa con directivas antidiscriminatorias por sexo, de reestructuración empresarial e insolvencia, seguridad y salud y tiempo de trabajo, y se extiende a las directivas negociadas sobre permiso parental, trabajo a tiempo parcial y temporal y a nuevas directivas antidiscriminatorias por otras causas. En la primera década de este siglo produce reformulaciones, refundiciones o codificaciones de anteriores directivas, hasta 2008, en que la política social de la Unión introduce un nuevo corpus material a través de la Directiva sobre empresas de trabajo temporal. Desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa y de la Carta de los derechos fundamentales con valor de Derecho primario, salvo alguna Directiva aislada o de reajuste, el Derecho de la Unión sobre política social sufrió una paralización de diez años, coincidente con las crisis financiero-económica y de la deuda soberana de países de la eurozona, que dio lugar a la reforma y puesta en marcha de la poderosa maquinaria de la gobernanza económica europea que ha ampliado poderosamente la influencia de la políticas económica, presupuestaria y de empleo de la Unión en nuestro ordenamiento laboral y de seguridad social a través de mecanismos diferentes de los de su sistema jurídico sobre la política social. Una cierta rectificación se produjo a partir de la proclamación inter-institucional del Pilar Europeo de Derechos Sociales en Gotemburgo en noviembre de 2017, promovido por la Comisión Juncker. Las intervenciones normativas de la Unión sobre política social se reiniciaron en 2019 con la aprobación de Directivas, no todas enteramente nuevas, pero acomodadas a su tiempo: 2019/1152 relativa a unas condiciones laborales transparentes y previsibles, 2019/1158 relativa a la conciliación de la vida familiar y la vida profesional de los progenitores y los cuidadores, y 2019/1937, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión.
Vistas desde nuestro ordenamiento, las normas de política social de la Unión, han tenido un innegable impacto conformador y modernizador de nuestra legislación laboral y de seguridad social. La lógica de funcionamiento del mercado único europeo ha sido uno de los vectores reformadores de la regulación jurídica de nuestro mercado de trabajo, traducido en la progresiva homologación de nuestras instituciones laborales para adaptarnos a las reglas de juego existentes en la Unión Europea y converger realmente con Europa. Numerosas reformas de nuestro ordenamiento laboral y de seguridad social desde los años 80 del pasado siglo han respondido a esa finalidad, explícita en las exposiciones de motivos de los textos legales reformadores, que también explicaron que la convergencia económica en mercados liberalizados y competitivos concordaba con el mantenimiento de la cultura política europea, expresada, al margen de las competencias de atribución de la Unión en materia de política social, en la libertad sindical, la negociación colectiva, la protección social y la mejora de las condiciones de vida y de trabajo, aunque la promesa de su equiparación por la vía del progreso social, objetivo programático de la política social de la Unión desde el Tratado constitutivo de la Comunidad Económica Europea, no fuera mas que una mera quimera por la falta de la necesaria voluntad política, que se ha traducido en un incremento de las desigualdades.
La armonización de nuestro Derecho del trabajo con la política social europea operó un notable cambio de enfoques normativos, una renovación incuestionable, muy visible en materia de seguridad y salud o de no discriminación e igualdad de mujeres y hombres.
Como consecuencia de las normas europeas de política social no es difícil reconocer en nuestro ordenamiento vigente los conjuntos normativos que, con un nivel de adecuación pleno y, en su caso, más favorable o mas garantista, suficiente o, por el contrario, tardío, deficiente o nulo -como lo prueban las sentencias del Tribunal de Justicia, también de condena a España por incumplimiento de las directivas de seguridad y salud y de información y consulta- proceden de las Directivas de política social No son, desde luego, de entidad menor, sino que describen una componente esencial de los ordenamientos laborales, la componente “de política social europea” v, la componente “de política económica europea”, sin perjuicio del margen de maniobra de los legisladores estatales y de la formalización propia en cada ordenamiento nacional de los contenidos materiales sociales. Son expresión del impacto del Derecho social europeo, en muchas ocasiones a través del Tribunal de Justicia, en la configuración de nuestro Derecho del trabajo, cuya finalidad se ha dirigido tanto a la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los trabajadores -de ahí su carácter de disposiciones mínimas de protección- como a la facilitación de operaciones de reorganización productiva y empresarial.
En nuestro ordenamiento han sido núcleos normativos vivos aquejados de una cierta inestabilidad, unos mas que otros, como consecuencia del cambio obligado por la norma europea o por su interpretación por el Tribunal de Justicia, que ha ido precisando el sentido de las Directivas de política social, al ampliarse y renovarse los problemas de su interpretación y aplicación hechos valer por lo órganos judiciales españoles consultantes, que, por lo general, han coincidido con el Tribunal de Justicia en el objetivo de desplegar todo el alcance posible de las normas comunitarias.
Los órganos judiciales españoles del orden social -y contencioso-administrativo en ocasiones- han sido, como señala el profesor Gárate, “los mas dinámicos de los Estados miembros a la hora de demandar del Tribunal de Justicia una respuesta segura sobre la interpretación que merecen determinados preceptos de las normas de la Unión sobre los contenidos que forman parte de la política social y decidir, en función de dicha respuesta, si la regulación nacional (estatal o convencional) de la materia o su interpretación judicial cumplen con las exigencias de las aludidas normas”. No todos ellos han participado con igual intensidad en esta tarea, estando a la cabeza del disenso judicial el Tribunal Superior de Justicia de Galicia. La activación el mecanismo procesal de consulta prejudicial, en crecimiento imparable desde 2003, ha respondido a motivaciones diferentes, en las que sin embargo se conjugan con facilidad el propósito judicial de disconformidad y de modificación consiguiente del entendimiento de la norma cuestionada por los tribunales superiores y el de la propia norma legal, y el de denuncia de la falta de transposición o la transposición indebida de las Directivas (de la Directiva 1999/70/CE, ejemplarmente).
La inmersión en el flujo de las decisiones del Tribunal de Justicia descubre, de nuevo el fenómeno conocido que el profesor Gárate acierta a señalar con absoluta precisión: “sería ingenuo pensar”, dice, que el Tribunal de Justicia contesta siempre “de forma directa y sin reservas a lo preguntado. Hay casos en que la interpretación del Tribunal de Justicia es concreta e inequívoca y predetermina el juicio de compatibilidad o incompatibilidad del juez nacional. No es tal su modo de proceder típico, consistente en proporcionar al órgano jurisdiccional remitente información útil y suficiente para que pueda resolver el litigio principal de acuerdo con una aplicación de la normativa nacional que no entre en oposición con el derecho de la Unión y la interpretación que de él haya ofrecido el Tribunal” (págs. 162-163). No es la mejor técnica para un Tribunal uniformador cuya interpretación auténtica se impone con el arma jurídica de los principios de primacía y de eficacia directa del Derecho de la Unión. La ductilidad de la decisión ha llegado a afectar incluso a la propia primacía o prevalencia de la norma comunitaria a partir de su tan traída y llevada eficacia directa, determinante de la obligación de cumplimiento por el Estado concernido y en su caso por los sujetos privados concernidos. Los derechos fundamentales como principios generales del Derecho de la Unión, y después los derechos y principios de la Carta, han servido para atribuir eficacia general horizontal a directivas carentes de esa eficacia. Por su parte, los jueces nacionales pueden administrar la respuesta discrepando sobre su sentido y alcance y sobre su compatibilidad o incompatibilidad con las normas internas y la aplicación o inaplicación de éstas a los casos que han de resolver hasta que entre en escena el Tribunal Supremo, que en ocasiones tampoco asegura la plena integración del Derecho social de la Unión, sino que lo acoge con reticencia y lo reescribe. Los fallos de oposición son claros y demandan la acción de rectificación del legislador, que no siempre se produce y menos aun temporáneamente, y de inaplicación de los jueces, lo que tampoco evita la discrepancia judicial ni las visiones judiciales encontradas.
Los fallos de oposición del Derecho de la Unión al Derecho interno son lo que aquí interesan, pues activan los mecanismos para restablecer la convivencia con una doble proyección en el Derecho de la Unión y en nuestro sistema jurídico en que el aquel se ha integrado. Hay diversos mecanismos de intermediación.
2. Jurisprudencia del Tribunal de Justicia y reformas legislativas
El legislador ha sido atento, con mayor prontitud en los momentos iniciales de construcción de este ordenamiento, en algunas materias (insolvencia del empleador, sucesión de empresas, retribución de las vacaciones, cómputo de la jornada de trabajo, igualdad de trato en seguridad social), pero francamente despreocupado en otros ámbitos: paradigmáticamente en la contratación de duración determinada o temporal, destacadamente en las situaciones de temporalidad en el empleo público, en que, conociendo la abultada serie de pronunciamientos del Tribunal de Justicia declaratorios de la incompatibilidad del Derecho de la Unión con el nuestro propio -el Tribunal de Justicia ha puesto de manifiesto una y otra la falta de igualdad de las condiciones de trabajo del trabajo de duración determinada con el indefinido y el exceso de temporalidad abusiva, efectos incompatibles con la Directiva 1999/70/CE-, el legislador laboral -y, especialmente, el administrativo, en el empleo público- no ha mostrado signos de inquietud, bien por apreciar que la información sobre el derecho español suministrada por el órgano judicial consultante en algún caso relevante no era la correcta y esperar su rectificación, bien por considerar la cuestión altamente comprometida para la temporalidad de nuestro mercado de trabajo y del sector público, afectante a colectivos de trabajadores y empleados públicos muy numerosos. Nos cabe el dudoso honor de ser el país destinatario del mayor número de decisiones, y de oposición, del Tribunal de Justicia sobre la citada Directiva, con una innegable connotación de género, y sin que el legislador haya intervenido, instalado en una “caótica pasividad legal”, ha denunciado la doctrina, seguida por la pasividad administrativa.
Por fin, el RDL 14/2021, de 6 de julio, de reforma del Estatuto Básico del Empleado Público y de introducción de otras medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público se ha propuesto disponer remedio a una intolerable situación de temporalidad extrema y abusiva, sin resolver todos los problemas y dándose el plazo de un año más para la adaptación de la normativa del personal docente y del personal estatutario y equivalente de los servicios de salud. Fruto del diálogo social materializado en un Acuerdo entre el Gobierno y las organizaciones sindicales CCOO, UGT y CSIF, sus reformas han respondido al objetivo de situar la tasa de temporalidad estructural por debajo del 8% en el conjunto de las Administraciones Públicas españolas, cumpliendo así el Plan nacional de Recuperación, Transformación y Resiliencia del Gobierno español.
No es casual que, tantos años después, la Sentencia Regojo Dans de 2015 no haya sido ejecutada por el último legislador presupuestario, que sigue negando al personal eventual el derecho a percibir trienios. El profesor Gárate ha proclamado su queja sin dejar de apegarse a la ilusión, a no perder la esperanza.
La lectura de las Sentencias Rabal Cañas, Pujante Rivera y la posterior Marclean Technologies no permite comprender los motivos de la inactividad del legislador en cuestión tan sensible como el despido colectivo, ciertamente también arriesgada para la política del Derecho del trabajo interna, en que el movimiento de esa pieza puede obligar a una reforma entera de la institución del despido. El resultado ha sido que nuestra regulación propia, el artículo 51 del Estatuto de los Trabajadores, asistida por los jueces nacionales y por el Tribunal Supremo, desautorizado por el Tribunal Constitucional en una interpretación del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva no concerniente al Tribunal de Justicia, se ha deslizado progresivamente hacia una inseguridad jurídica insostenible. Más aún en un momento histórico tan singular como el que vivimos tras la pandemia de la Covid-19, en que son obligadas las reformas legislativas por múltiples causas, de las que no es el menor la recepción de las ayudas económicas a través del marco financiero plurianual 2021-2027 y Next Generation, en particular el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. El Componente 23 del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia del Gobierno español, que describe las “Nuevas políticas públicas para un mercado de trabajo dinámico, resiliente e inclusivo”, ignora la reforma del despido, lo que resulta inexplicable en un proyecto reformador que se orienta a los objetivos señalados.
En el Informe España 2050, cuyo 7º desafío de futuro es Resolver las deficiencias de nuestro mercado de trabajo y adaptarlo a las nuevas realidades sociales, económicas y tecnológicas se reconocen “los progresos en materia de derechos y condiciones laborales, muchos de ellos acuciados por las directrices europeas”. Tampoco nada se dice del despido, sin que nada pueda justificar ese desinterés en su reforma, pieza esencial de los ordenamientos laborales, que no goza de buena salud en el nuestro, con mayor motivo cuando se quiere diseñar un mecanismo de sostenibilidad del empleo que empujaría al despido a una condición de última ratio que nunca ha tenido en nuestro ordenamiento. Puesta esa condición, y la institución del despido, por el Tribunal Constitucional en el terreno de la legalidad ordinaria, la responsabilidad es del legislador. Inimaginable siquiera es ese desinterés hasta el año 2050!. La crítica doctrinal ha sido severa, con razón.
La pasividad del legislador permite una reflexión última, de naturaleza jurídico-política, sobre las causas de su actitud en relación con la iniciativa política del cambio legislativo: ¿es el legislador democrático, en su caso con el acuerdo de los interlocutores sociales, el protagonista del cambio normativo, o lo son los jueces con su voluntad “impugnatoria” (Rodríguez-Piñero) de normas internas, acogida por el Tribunal de Justicia?. ¿Estará en su falta de iniciativa política, coextensa con su interés reformista, la pasividad del legislador? Eso explicaría la ejecución, con una rapidez inusitada, de la Sentencia WA, de 12 de diciembre de 2019, que estableció la incompatibilidad de la Directiva 79/7/, relativa a la aplicación progresiva del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en materia de seguridad social, con el artículo 60 de la Ley General de la Seguridad Social, sobre el complemento por maternidad por aportación demográfica de las mujeres en determinadas condiciones, al no tener derecho al complemento los hombres en situación idéntica (“discriminación masculina”), que se ha atendido por el RDL 3/2021, de 2 de febrero.
La pasividad del legislador se traslada a la actividad de los jueces y tribunales.
3. Los jueces. Inaplicaciones de leyes contrarias al Derecho de la Unión. Y sobre el control de convencionalidad
El reconocimiento del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva ha producido la judicialización del ordenamiento jurídico. Esa judicialización se ha vivificado por causa de la inserción en nuestro ordenamiento del ordenamiento jurídico de la Unión, y se ha hecho imparable con el reconocimiento de la llamada justicia “multinivel” propia de un mundo europeo y global, acorde a la europeización e internacionalización de las actividades productivas y del trabajo. La jurisdicción ha sido todo menos “discreta”, valorada no por su falta de prudencia, sino conforme a un patrón de moderación . Su voz ha pasado a engarzarse con el legislador, sin limitarse a hablar por su boca, posición impropia en un Estado de normatividad constitucional, y en la actual realidad normativa europea e internacional. Y, aunque la jurisprudencia complementa el ordenamiento jurídico (art. 6.1 CC), ha participado en la elaboración del Derecho por defecto de ley o por exceso propio.
Por el doble mandato del Derecho de la Unión y de la LOPJ (art. 4.1) los jueces y tribunales han de aplicar aquel Derecho, de conformidad con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, debiendo garantizar su plena eficacia, de tenerla, según el sentido del fallo emitido y respetando siempre los derechos fundamentales de la Unión, aún al precio de inaplicar cualquier disposición interna contraria, sin esperar a la actuación del legislador de modificación de la ley interna o, en su caso, de la negociación colectiva.
Los fallos de oposición del Tribunal de Justicia, conducentes a la inaplicación de la norma interna contraria o incompatible, plantean una problemática de orden jurídico-constitucional en la que conviene detenerse brevemente para concluir. Si la intervención del legislador es, en los casos de desajuste, imprescindible para realizar la tarea de acomodación, los fallos de inaplicación son de importancia vital para la tutela jurisdiccional del Derecho de la Unión y para nuestro ordenamiento constitucional.
El Tribunal Constitucional ha dejado de poseer el monopolio de juez de la ley, de inaplicación de la ley democrática a través de las cuestiones de inconstitucionalidad; sigue ostentando el monopolio de rechazo de la ley inválida, siendo el garante de “la primacía de la Constitución”, que “enjuicia la conformidad o disconformidad con ella de las Leyes, disposiciones o actos impugnados” (art. 27.1 LOTC). Ese fenómeno ocurrió en el arrancar mismo de la jurisdicción constitucional al tratar de definir los problemas de constitucionalidad y de legalidad ordinaria, separándolos sin poder efectuar esa separación con una limpieza tal que haya dejado desnudos los problemas de legalidad de los de constitucionalidad. Por eso ha podido decirse muy fundadamente por el profesor Ricardo Alonso García que el poder de la jurisdicción ordinaria de inaplicar la ley interna en determinados casos de primacía aplicativa de las normas europeas o internacionales “ni puede ni debe entenderse como una mutación de nuestro sistema concentrado de control de constitucionalidad de la ley” . La legitimidad democrática del poder judicial deriva de su sujeción a la ley, expresión de la voluntad popular y fuente de su independencia (art. 117.1 CE), a la ley interpretada por el Tribunal Constitucional, pudiendo ser esa ley la interna o un tratado o convenio internacional integrante del ordenamiento interno. Los jueces y tribunales seleccionan la ley aplicable, en un conflicto de leyes, sin incurrir en error patente, irrazonabilidad ni arbitrariedad, ni en la vulneración de ningún otro derecho fundamental, y la aplican en los términos definidos por el Tribunal Constitucional, y no en otros (art. 5.1 LOPJ). El Tribunal Constitucional no ha dejado de recordar que “en un sistema democrático la ley es la expresión de la voluntad popular —como se declara en el Preámbulo de nuestra Constitución— y es principio básico del sistema democrático y parlamentario hoy vigente en España” (STC 58/2004). Lo que se ha producido, sigo citando al profesor Alonso García, “es algo más sutil, consistente en ampliar el parámetro de control de las leyes, más allá de la Constitución y el bloque de constitucionalidad, a las normas de la Unión y las normas internacionales, y en atribuir el ejercicio de éste a la jurisdicción ordinaria” .
El Tribunal Constitucional no es juez del Derecho de la Unión, lo es el Tribunal de Justicia y lo son los órganos de la jurisdicción ordinaria. No obstante, el Tribunal Constitucional no se ha quedado al margen; no solo o no tanto de la efectividad del principio de primacía de aquél Derecho, cuanto de la corrección o justeza de la inaplicación por los jueces y tribunales ordinarios de la ley interna. En su jurisprudencia más reciente, ha ido sistematizando los cánones o parámetros de su enjuiciamiento de la inaplicación por los órganos judiciales de las leyes que entren en contradicción con el Derecho de la Unión, y así ha señalado que le “corresponde […] velar por el respeto del principio de primacía del Derecho de la Unión cuando […] exista una interpretación auténtica efectuada por el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea”, un acto claro o aclarado en el sentido de la Sentencia del Tribunal de Justicia de 6 de octubre de 1982, CILFIT; que su desconocimiento por los jueces y tribunales puede suponer la vulneración del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 CE; y que en razón del principio de primacía los jueces y tribunales ordinarios de los Estados miembros, al enfrentarse con una norma nacional incompatible con el Derecho de la Unión, tienen la obligación de inaplicar la disposición nacional, ya sea posterior o anterior a la norma de Derecho de la Unión […] con independencia del rango de la norma nacional, esto es, aun
tratándose de una ley, expresión de la voluntad popular, no de un mero reglamento, permitiendo así un control desconcentrado, en sede judicial ordinaria, de la conformidad del Derecho interno con el Derecho de la Unión Europea” (STC 232/2015, que reformuló la doctrina procedente de la STC 58/2004). Los jueces y tribunales deben formalizar cuestiones prejudiciales si albergan dudas objetivas, claras y terminantes acerca de la interpretación de las normas del Derecho de la Unión antes de inaplicar la ley -no existiendo acto claro o aclarado- so pena de vulnerar la Constitución y el sistema de fuentes establecido, el derecho a un proceso con todas las garantías en este caso (art. 24.2), lo que, como bien ha visto P. Cruz, exigirá al Tribunal Constitucional interpretar el Derecho de la Unión para amparar frente a la conducta omisiva del juez nacional. Lo que también ocurrirá en el canon de mas difícil entendimiento : pueden los jueces y tribunales dejar de plantear la cuestión prejudicial y aplicar una ley nacional supuestamente contraria al Derecho de la Unión sin vulnerar el derecho a la tutela judicial efectiva si su decisión es fruto de una exégesis racional y no arbitraria de la legalidad ordinaria.
En definitiva, los jueces y tribunales de la jurisdicción ordinaria no pueden inaplicar la ley interna sin elevar cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia, en caso de oposición de las normas del Derecho de la Unión a nuestro Derecho, si esa oposición no está ya confirmada por el Tribunal de Justicia; o sin plantear cuestión de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional si está en juego la validez constitucional de la ley o su aplicabilidad en casos delimitados.
El Tribunal Constitucional tiene la llave de cierre del sistema y enjuicia la aplicación del Derecho de la Unión, que ha situado en el terreno de la legalidad ordinaria, a través de los derechos fundamentales procesales.
¿Y la situación de los derechos fundamentales cuando hay regulación por parte de la Unión? El problema radica aquí en las decisiones del Tribunal de Justicia que se pronuncian sobre derechos fundamentales de la Carta o sobre sus principios generales invocables mediante las Directivas que los regulan, lo que sucede con las Directivas de no discriminación y otras de política social. El problema es, pues, el de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia sobre política social con “repercusión constitucional”, que, según el Tribunal de Justicia, vincula a la jurisprudencia de los Tribunales constitucionales, efecto discutido por éstos. La Carta se aplica cuando el Estado actúe en el ámbito de aplicación del Derecho de la Unión conforme al artículo 51 de la Carta (Sentencia Akerberg). La Carta no se aplica al ordenamiento interno, sino en cuanto el Estado aplique el Derecho de la Unión. Si la regulación europea es completa, no cabe el principio de mayor favor de los derechos fundamentales internos, “con la consecuencia de que sus contenidos sustantivos desplazan a los derechos fundamentales constitucionalmente garantizados en los Estados miembros” . Si la regulación europea no es acabada, pueden regir los derechos fundamentales estatales siempre que este control no dañe a la primacía, unidad y efectividad del derecho de la Unión, “dejando de lado por el momento la alargada sombra del CEDH” . La jurisdicción constitucional española tutela los derechos fundamentales de la Constitución, no los de la Carta, como se han atrevido a hacer otras jurisdicciones constitucionales, sin perjuicio de su cualificado valor interpretativo.
Es preciso recordar ese valor interpretativo cualificado que el art. 10.2 CE atribuye a los tratados y normas sobre derechos fundamentales, y a las decisiones de sus órganos de garantía establecidos en los propios tratados, en la aplicación de los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución. La interpretación del Tribunal de Justicia sobre los derechos fundamentales es instrumento hermenéutico privilegiado de las normas sobre los mismos de nuestra Constitución.
La solución constitucional no es muy distinta a propósito del control de convencionalidad difuso de las leyes internas, de su conformidad u oposición a los tratados y convenios internacionales, que, tras la jurisprudencia constitucional iniciada con la STC 140/2018, compete a los órganos de la jurisdicción ordinaria en ejercicio exclusivo de su función jurisdiccional (art. 117.3 CE), incluido el caso de los convenios y tratados internacionales que delimitan las normas sobre derechos fundamentales y libertades públicas de nuestra Constitución, con el riesgo de que su definición no corresponda al Tribunal Constitucional. El problema se plantea particularmente sobre derechos humanos o fundamentales con distintos estándares de protección en tratados o acuerdos internacionales con el ánimo de obtener el mayor grado de protección posible -aunque el convenio internacional no lo reconozca en todo caso-, superior al que cabría extraer de la ley nacional. Sabido es que el Tribunal Constitucional ha reconocido el especial valor hermenéutico de nuestros derechos fundamentales a las decisiones procedentes órganos de garantía de los tratados internacionales aun cuando “no sean resoluciones judiciales, no tengan fuerza ejecutoria directa y no resulte posible su equiparación con las Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos” (STC 116/2006, de 24 de abril).
Siguiendo la jurisprudencia constitucional tradicional, los tratados no son canon de constitucionalidad, por lo que sus contradicciones con las leyes constituyen un problema de legalidad ordinaria que solo a los jueces ordinarios compete resolver por la vía de la selección de la norma aplicable, dentro de la Constitución. Si bien se mira al fundamento jurídico 6 de la STC 140/2018, casi se diría que, con la genericidad de su lenguaje, está animando a la jurisdicción ordinaria a gestionar directamente la protección de los derechos fundamentales y libertades públicas con el mantra de la mera selección del derecho aplicable al caso . Si así fuera, habríamos de considerar, cuando menos, imprudente la argumentación recogida en las problemáticas líneas del FJ 6 de la decisión constitucional citada, calificando el control de convencionalidad de los jueces y magistrados de la jurisdicción ordinaria de “mera regla de selección de derecho aplicable”: “no es un juicio de validez de la norma interna o de constitucionalidad mediata de la misma, sino un mero juicio de aplicabilidad de disposiciones normativas”. El mantra de la mera selección del derecho aplicable al caso no reserva un papel protagonista a la jurisdicción ordinaria en la definición de los derechos fundamentales. Es un tema ampliamente debatido entre quienes predican del control de convencionalidad “la efectividad de la tutela judicial de los derechos fundamentales en plazo razonable” y quienes perciben en el control de convencionalidad la posible alteración de nuestro sistema de fuentes y de justicia constitucional . Al margen de polémicas, el control de convencionalidad difuso no está exento del control de la jurisdicción constitucional. En el control de convencionalidad el juez ordinario sigue estando obligado “a respetar plenamente nuestro sistema de fuentes y de justicia constitucional”, y, en consecuencia, de llegar a la conclusión de que la norma interna desplazada por la internacional vulnera nuestro sistema de derechos y libertades, a plantear la cuestión de inconstitucionalidad . La propia STC 140/2018 establece la sujeción del control de convencionalidad a la Constitución y a la jurisdicción de amparo del Tribunal Constitucional a través del débil canon del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, que se reitera una y otra vez. En ningún caso, la jurisdicción de los derechos fundamentales y la definición de la normatividad de la Constitución puede quedar en manos de instancias judiciales, que no son las previstas por la propia Constitución, sino del Tribunal Constitucional.
El control difuso de convencionalidad, proclamado en la Sentencia 140/2018, no se traduce “en un desplazamiento del control concentrado de constitucionalidad” . O mas claramente: el control de convencionalidad no es, ni puede ser, un control de constitucionalidad.
La jurisprudencia constitucional sobre la aplicación del Derecho de la Unión, con capacidad de desplazar la ley interna a través de las cuestiones prejudiciales, y sobre la aplicación de las normas internacionales y la preterición de la aplicación de las leyes internas, en el ámbito de los derechos fundamentales y libertades públicas de nuestra Constitución, incluido el derecho a la tutela judicial efectiva, es una jurisprudencia destinada a afirmar el control último de la jurisdicción constitucional sobre esas operaciones judiciales selectivas y aplicativas de las leyes. La soberanía de la Constitución, legitimada en su sistema de derechos y libertades fundamentales de las personas, determina que su definición vinculante corresponda al Tribunal Constitucional, que en su interpretación ha de tener en cuenta la realizada por los órganos de garantía de los tratados y acuerdos internacionales. Los controles difusos de prejudicialidad y de convencionalidad, distintos no sólo, pero también, por el papel que desempeñan las cuestiones prejudiciales, dan lugar a este complejo juego de desplazamientos normativos, que definen el momento actual y que puede que no lo hagan en un futuro por cambios en la construcción europea y en sus Tratados rectores, rectificaciones de la propia jurisprudencia constitucional, reformas de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional o, claro es, por reforma de la Constitución.
Esta apasionante construcción jurídica sigue abierta, evolucionando siempre. La jurisprudencia constitucional ha rehecho sus patrones de enjuiciamiento para controlar la inaplicación de la ley por la jurisdicción ordinaria.